ÉXITO EN EL FRACASO Christian Manrique

El éxito consiste en caminar de fracaso en fracaso sin perder el entusiasmo”. Winston Churchill –personaje recurrente de este blog- siempre tuvo claro que había que caerse  muchas veces para llegar a la meta. Y también entendió que debía contar con un objetivo y trazar un plan para llegar hasta él. Sus palabras componen una sentencia trascendente y llena de significado. De hecho, muchas culturas tienen perfectamente inoculado que sin errores, sin esfuerzo, sin perseverancia y sin paciencia no se avanza. Algunos lectores pensarán que se trata de la frase motivacional del día con la que empezar un post sobre cómo el fundador de Apple Steve Jobs, la presentadora Oprah Winfrey o el fundador del exitoso portal de e-commerce Alibaba, Jack Ma, tras muchos esfuerzos consiguieron triunfar. No, esto no es cuento. Y tampoco es un análisis de la obra de Max Weber “La Ética Protestante y el ‘Espíritu’ del Capitalismo” para indagar en las posibles diferencias entre el mundo anglosajón y las culturas mediterráneas.

Por otro lado, resulta bastante curioso que, en general, sea muy complicado encontrar con facilidad ejemplos de personalidades de este país que sin ambages expliquen los inconvenientes y los mal llamados fracasos por lo que tuvieron que pasar antes de conseguir el éxito y el triunfo.

Las personas experimentamos diferentes imprevistos a lo largo de nuestro ciclo vital, todas. Algunas los consideran fracasos que se deben esconder a toda costa y otras, sencillamente, ven una oportunidad, una manera de avanzar, cambiar y transformar lo que les rodea. Aún hoy hay muchos directivos y profesionales cualificados que esconden en su currículum su paso por un proceso de coaching. Eso ocurre porque se ve como algo poco apropiado que resta valor, cuando en realidad debería ser todo lo contrario.

Lo que marca esa diferencia en la percepción radica en la educación. La manera en la que nos han enseñado a aprender no ha sido de lo más transformadora. El fracaso, el error, la equivocación siempre se ha percibido, especialmente en un país como el nuestro, como algo negativo, algo nefasto, como una mancha, como un lastre paralizante. Durante generaciones se ha alimentado el miedo y el pavor al fracaso. Estábamos obligados a sentir vergüenza por no entender, por no tener una solución. Se ha estigmatizado sin ofrecer alternativas.

Provenimos de un extraño rincón -hasta mediados de los ochenta España recibió fondos europeos de ayuda al desarrollo-  en el que la educación y, por ende, las posibilidades de mejora pertenecieron durante mucho tiempo a unas élites y a unos círculos muy concretos. Cualquier cambio, cualquier mejora siempre se ha percibido como una anomalía impropia de determinados estratos. El nepotismo anuló y su sombra alargada cancela todavía cualquier atisbo de meritocracia. Nunca se cultivó el reconocimiento ajeno porque a saber de dónde provendría o a saber si sería por méritos propios. También es cierto que demostrar la valía no ha servido para nada. En el ámbito femenino, las consecuencias devastadoras de esta estigmatización del éxito, aliñadas con desbordantes cargas machistas, todavía perduran. Eso ha provocado décadas de recelos y desconfianza mutua.

Si todos los agentes involucrados en una sociedad (madres, padres, educadores, instituciones, partidos políticos, gobiernos y empresas, entre otros)  cambiaran y decidieran quitarle transcendencia a algo que no tiene tanta, quizás nos iría mejor y podríamos aprender alguna cosa. Existe éxito en el fracaso porque es la semilla para mejorar y triunfar. No resulta sencillo, pero se puede insuflar un poco más de optimismo, imaginación y creatividad para dar pasos en positivo.

En todos los ámbitos de la vida hay días buenos, buenísimos, malos y derrotas estrepitosas. No se trata de frivolizar, menos aún con una situación de crisis como la actual. Existen, además, fracasos que cuestan vidas humanas o provocan catástrofes de primer orden. Sin embargo, los pequeños y grandes imprevistos y obstáculos del día a día con las herramientas adecuadas se pueden sortear. La tendencia que debería imperar es que siempre se pueden encontrar alternativas para descartar opciones, plantear nuevos objetivos, tomar perspectiva y valorar los caminos que podemos seguir, sin miedo, sin vergüenza y sin pereza.

Para dejar de percibir el fracaso como un estigma hay que entenderlo como el inicio de un proceso de aprendizaje positivo y personal. Con unos objetivos adecuados a cada persona y a cada persona y con el desarrollo de una buena estrategia se avanza.

Se puede conseguir en las generaciones más jóvenes desde una edad temprana, a través de las familias y con la colaboración de las instituciones educativas. La innovación y la aplicación de las nuevas tecnologías pueden ayudar a romper barreras, a rebajar las desigualdades, a potenciar una educación asequible y más oportunidades para todos. El desarrollo del talento personal, la gestión del éxito, del error y del fracaso debería estudiarse en las escuelas. Algunas universidades como Harvard y Yale ofrecen esas materias en los currículos de sus prestigiosos MBA y postgrados.

Si queremos cambiar la sociedad, tenemos que empezar a entender que los errores nos enseñarán a transformar el mundo. Y que todos, en mayor o menor medida, poseemos talento y capacidad para progresar. Cada pequeño fracaso es un gran triunfo porque provoca mejoras si se acompaña de un plan con objetivos concretos.

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